08 abril 2011

LA OLA QUE VA LAMIENDO EL MURO

El otro día vi en La 2 de Televisión Española la película alemana “La Ola” (“Die Welle”), dirigida en 2.008 por Dennis Gansel: me resultó apasionante. En el filme, basado en hechos reales, durante un seminario dedicado a las dictaduras, un profesor propone a sus alumnos un experimento como medio de reflexión y acercamiento a la idea: introducirse en situación mediante la creación de una especie sociedad autárquica en pequeño. El resultado es estremecedor, y deja un doble interrogante crucial sobre la mesa: quién no quiere la libertad, y qué razones conducen a esa decisión.

Independientemente de posicionamientos políticos o incluso religiosos concretos, está claro que hay muchas personas para las que la libertad es prescindible o como poco perfectamente negociable; no es algo fundamental en sus vidas, estando dispuestas a renunciar a ella a cambio de seguridad, tanto física como económica. Aceptan vivir limitados porque les va bien así, y, llegado el momento, no se van a parar a pensar en los derechos o necesidades de su vecino. Como mucho tratarán de convencerlo y atraerlo a sus planteamientos y, finalmente, de someterlo; colaborando en muchos casos para ese fin sin ningún tipo de reparo; ya que, y ese es el drama, para que la cosa funcione armoniosa todos deben prescindir de su libertad.

En la película pasa algo parecido; además, se pone el acento en cómo se sienten integrados en el grupo alumnos que arrastran problemas de adaptación por diversas razones: apartados por sus compañeros, pertenecientes a minorías étnicas, faltos de referentes familiares, inmersos en complejos y traumas de diversa índole, o simplemente desorientados. Y que son los que tienen una personalidad más desarrollada y un entorno familiar más progresista los que antes abren los ojos y se desmarcan del asunto: los que claman por la propia personalidad y capacidad individual de decisión como fundamento de una sociedad sana. La mayoría de los alumnos sacrifican gustosamente una libertad que no llena sus vidas ni les proporciona ningún estímulo ni empuje ante la necesidad satisfecha de pertenecer por fin, de engrosar un grupo en el que se van a sentir apoyados y defendidos. Vestir igual, actuar igual, pensar igual, les alivia en su perdido deambular por una sociedad plenamente desarrollada que aún expurga su sentimiento de culpa y abomina más que ninguna de cualquier forma de totalitarismo; les permite encajar y dota a sus vidas de un sentido que de otra manera no tendrían. Sentirse plenamente identificados con algo, tener un sólido referente al que seguir sin vacilaciones (ellos, que se han pasado su corta vida dudando y vacilando, encontrando precipicios a cada paso), unas pautas siempre marcadas por otros. La presencia paterna de un superior que les guía por el camino de la verdad, sumiendo sus conciencias y capacidad para la (bendita) duda en un narcótico sueño. La disciplina los acoge, los droga. Y es que vivir en libertad no debería ser esa especie de proclama ultraliberal del “sálvese quien pueda” que todos los que ejercen el poder finalmente han hecho suya. Ni los mercados se regulan solos ni la sociedad, y resulta lógico pensar que ésta debe formar al ciudadano precisamente para eso, para que se desarrolle en libertad sin tener que pasarse la vida dando vueltas cargando con un saco de carencias.

Al principio de la película, el profesor pregunta a los alumnos acerca de las situaciones que favorecen el desarrollo de las dictaduras, estando el de la insatisfacción política, el paro o la crisis económica entre los principalmente esgrimidos. Es inevitable pensar, sin ir más lejos, en fenómenos como Jesús Gil, Berlusconi o Chávez. Preguntarse hasta dónde ha de llegar el descreimiento político y la frustración de la gente para dejarse llevar por tipos así. Sentirse arropados y seguros bajo su manto. Y es, claro, absolutamente alarmante la frivolidad de la política actual (la española en particular), la dejadez de aspectos cruciales; y, sobre todo, la inconsciencia con la que fomentan esa frustración entre la población. La granítica y opaca partitocracia que crea privilegios y ha conseguido que, en cierto modo, sea el pueblo el que se deba a ella, el que trabaje para ella, y no al revés. La corrupción soslayada, la sensación de que en tu tierra nace y crece una casta llamada desde la niñez a tener una carrera o al menos un puesto de trabajo asegurado, mientras que tú tendrás que dar mil rodeos y machacarte para llegar a donde lo hizo sin esfuerzo el que está a tu lado en la barra del bar, con su traje y su discurso moderado. Paladines de la comedia sin fin, de lo políticamente correcto, esa forma de articular un discurso vano y previsible, aceptable e incluso plausible para muchos. O como aprender de los prebostes del partido a remangarse los pantalones para caminar durante años por el fango y que funcione. No vislumbro un futuro dictatorial, no soy tan pesimista, pero creo que si desactivas culturalmente a la gente, la atiborras de bazofia y la acostumbras a ver pasar continuamente injusticias por su puerta, el caldo de cultivo que se forma no es el de la respuesta airada y constructiva sino el del abandono silente en oscuros brazos.

Creo que es obvio que la individualidad no está reñida para nada con el sentimiento colectivo. Una persona puede participar, entregarse a un fin común, pero eso sólo tendrá sentido si lo hace desde la libertad y si se le permite y ayuda a desarrollarse en plenitud (como dice la Constitución Española, por cierto), sin miedo a que un día encaje piezas y no nos vote. Es la única forma en la que podrá aportar algo de verdad, sumar. No pasar a engordar esa sala de espera borreguil que, como muy bien se plantea en “La Ola”, no es tan difícil hacer prender.