21 junio 2013

LA PROFESORA DE RELIGIÓN


Recuerdo las clases de religión del colegio. Año tras año hubo de todo, desde maestros que se contagiaban de nuestros bostezos y mentían impunemente, pudiéndose oler a la legua lo poco que les importaba todo aquello, más allá de tratarse de un puesto de trabajo, hasta sacerdotes que venían de paisano para adaptarse mejor al medio y que mentían interesadamente, despidiendo un olor entre aséptico y agrio, un aroma a pasado insondable y confesionario vacío.

 

En medio de ambos tipos se situaba ella, con su carita de catequista. Sonreía con frecuencia, enarcaba las cejas y levantaba ocasionalmente las manos al cielo, elevando así un poco su sempiterna rebeca azul. Parecía inofensiva, casi pedagoga. Amaba los zapatos y el orden. Se ponía de puntillas y a veces daba saltitos, como si estuviese orinándose, para remachar alguna consigna. Te miraba a los ojos y atacaba tus dudas no expresadas parapetada tras una sonrisa hospitalaria. Te hacía sentir culpable para acto seguido ofrecerte silabeando la forma de redimirte. Entrelazaba tiernamente sus manos, aunque cuando se alteraba los dedos temblaban y parecían a punto de romperse unos a otros.

 

La cosa es que sus clases me interesaban. Cuando asistía los domingos a misa con mis padres apenas me enteraba de nada, y a veces incluso me dormía, pero su mensaje me llegaba mejor. Para mí la religión era, como toda tradición heredada y no elegida, un lejano sello de pertenencia, acaso un bondadoso decorado de cartón piedra pensado para rodear la frágil desnudez que nos acompaña hasta la muerte; un saloncito imaginario, aburrido, caldeado, con personas muy viejas sentadas aquí y allá susurrándote algo que no terminas de escuchar. Me gustaba la cadencia de las palabras manidas de mi profesora, que conformaban un largo cuento dulce y sin aristas; las frases hechas, que ofrecían soluciones inmediatas ante cualquier contingencia; el tono paciente y paternalista, y aquella intensificación instantánea cuando la enfadaban los periódicos, que la hacía enrojecer de ira y apretar los dientes con rechinar militante, consiguiendo que algunas palabras parecieran chispear.

 

Pero el cuento se intrincaba. Nos trataba como a niños pequeños. Nos infundía resignación. Toda la complejidad del mundo, el pesar que poco a poco iba acumulándose en nosotros conforme crecíamos, se diluían entre la levedad de sus labios de vendedora. Adoctrinaba sin recato, barría cualquier incertidumbre desde sus gafas doradas mediante razonamientos acartonados. Solo admitía la reflexión como el ejercicio autocomplaciente de girar alrededor de una única verdad con el fin abrazarse más a ella tras cada vuelta, cerrando fuertemente los ojos, percibiendo todo lo demás como sinónimo de soledad, incomprensión o intemperie. Realmente era espeluznante, más que lo que afirmaba, todo lo que negaba u obviaba. Todas las opiniones y parcelas de la vida que tachaba con tan rutinaria seguridad. Nos empujaba a pensar y sentir en una única dirección, y bordeaba cualquier obstáculo que la realidad le planteará culpando a los demás de otros males mayores y justificando lo injustificable con vanas excusas, ablandando para ello su firmeza habitual. Solo existía un camino, y la vida debía adaptarse a él, simple y llanamente. Reconocía vagamente los errores de su fe y pasaba el resto del tiempo machacando y detallando los de los demás. Criticaba ferozmente nuestro pequeño egoísmo mientras adoraba cobarde e indisimuladamente en los pasillos a los padres de alumnos más poderosos.

 

Pronto comencé a sentirme asqueado ante esa herramienta invisible de doble moral que subrepticiamente colocaban en mi mano. La clase era, cada vez más, un vacío ejercicio de falsedad e hipocresía, incapaz de ofrecer respuestas razonadas ni de formar mejores personas. No se nos ayudaba a reunir unos sólidos principios éticos desde lo que construir nuestra vida en la responsabilidad y la libertad. Solo había promesas, medias verdades, manipulación, insinuaciones, amenazas, chantajes emocionales, miedo. Un conjunto cuya misión final consistía en ser la arena que taponase nuestros oídos a otras opciones, que nos mantuviese inanes mirando el reloj el resto de nuestra existencia en espera del recreo. Se argumentaba y alentaba nuestro lugar gregario en el mundo, se achicaban nuestros horizontes. Se nos educaba, en fin, para aceptar sacrificios y encajar injusticias.

 

Cuando acabó aquel curso salí huyendo de la religión; experimenté un gran alivio y, durante un tiempo, viví en la ilusión de que jamás volvería a sentir esa sensación.
 
 
 
 
Publicado en el nº171 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a las clases de religión.

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