26 junio 2013

MENSAJE EN UNA BOTELLA (19)


Nos encontramos ante una obra eminentemente coloquial (yo añadiría gestual), que avanza a golpe de diálogos acotados por los diferentes capítulos. Diálogos que saben ser juego de tensiones aun cuando se ofrecen exentos de gravedad (la vida simplemente es así, cada uno mira por lo suyo, lo tomas o lo dejas). Surgen de la vuelta de la esquina que es el día a día de los protagonistas, siempre entre el filo y la rutina; amodorrados, sin estridencias, basados en anécdotas, advertencias, curiosidades, consejos acerca de coches, comidas o sobre la mejor manera de tratar a las mujeres; amontonando digresiones, explicaciones no requeridas, rodeos y dobles sentidos; reflexiones inesperadas, cábalas o reproches. Están protagonizados por personajes para los que la acción es parte del trabajo y que se explican a su manera, sin impostación alguna, con ganas de charla y sin un gramo de grandilocuencia. Todo fluye natural, y así se abre y se cierra la trama, filtrándose y creciendo entre abruptas comparaciones, acidez, ironías como peñascos y frases lapidarias. Las descripciones son fieles al género negro más cortante: rápidas, fotográficas, eficaces; marcos suficientes que solo pretenden situar a lector. No te dejas llevar, simplemente estás allí, tomando café o un grasiento sándwich de queso con tipos que vienen y van, en el fondo no tan distintos de ti; que no se hacen los duros, no lo necesitan. Es más, son confiados a su manera, se permiten mostrar ingenuidad o cierta debilidad, llegado el caso. Su cotidianidad consiste en jugar constantemente con fuego, andar en asuntos susceptibles de torcerse en un segundo y buscar su suerte hasta que esté definitivamente echada. Todos se conocen y saben perfectamente que solo se trata de negocios y que cualquier cosa puede pasar en cualquier momento. Novela negra es el espacio vital que ocupan en un mundo como el suyo, en el que todo parece relativizarse un poco más rápido y girar al capricho afilado del azar y los intereses inmediatos. El asunto se va cocinando en un humor sardónico (desde el mismo título) que destila cinismo humeante. Entre los diálogos, agachado para evitar aparecer en el plano, el narrador se cuela para ponernos mínimamente en situación, nos enseña la foto, siempre bordeando ese magma candente de la historia, que vive en las conversaciones. La narración (no exenta de giros y clímax) solo se pone ágil y resolutiva en momentos concretos, cuando es necesario y la historia pide un cambio de marcha. Higgins pasea la mirada y cuela algún comentario social, tan perezoso como intencionado. Pero la conclusión final de este observador privilegiado de lo que cuenta es desalentadora y brutalmente real.


Publicada en 1.970, fue la primera novela de George V. Higgins. Habiendo trabajado durante siete años para el gobierno en la lucha contra el crimen organizado y como ayudante del fiscal (hechos que sin duda marcan de forma indeleble el descreimiento de su pluma), escribió veintiséis más, pero esta es sin duda la que le marcó, tanto a él como a un género negro que salió revitalizado y renovado para siempre. En el prólogo que acompaña esta edición, Dennis Lehane, autor de “Mystic river”, señala esta novela como un antes y un después dentro del género, al tiempo que revela que Higgins “pasó el resto de su carrera tratando de arreglar algo que no estaba roto, intentando refinar los diálogos en sus novelas posteriores con un error de cálculo fonético tal, que casi se convirtieron en una parodia de la maestría que demuestra aquí”. Unos diálogos y un humor fácilmente rastreables en las películas más señeras de Quentin Tarantino, quien no solo tomó de Higgins el nombre de uno de sus personajes más célebres.





Publicado en la web del proyecto cultural La Caja Negra.

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