18 octubre 2013

CORTINAS DE HUMO

Hoy, en el segundo aniversario de su muerte, aún recuerdo el día que mi abuelo llamó a la radio. Creo que fue la única vez que lo hizo en su vida. Yo estaba parado ante un semáforo, sintonizándola distraído en el coche. La mañana era fría y lluviosa. Los rostros de los ocupantes de los otros vehículos mostraban un barniz taciturno. Parecían lingotes de ilusión, antaño brillantes, ensombrecidos, gastados y mordidos por la derrota callada, la cotidianidad y la rutina.

La gente caminaba presurosa, abrigada y embozada, los paraguas querían volar. Desde el programa el locutor deslizaba mensajes publicitarios que sus contertulios apoyaban mientras lanzaban bromas, contaban anécdotas y reían a carcajadas. Esas risas sorteaban el frío y el aguacero colándose por auriculares, detonando dentro de oídos a los que decían desear sinceramente entretener y alegrar. Las risas también se dispersaron por el habitáculo de mi viejo utilitario. No contagiaron nada.

Dieron paso a las llamadas de los oyentes y surgió mi abuelo disculpándose por sus nervios. Quería opinar sobre algo que le tenía alterado desde hacía un par de meses. Le preocupaba sobremanera el Partido de la Verdad (PV), la nueva y revolucionaria opción, surgida del desgaje de varios partidos políticos, que apoyábamos todos sin reservas y que estaba alcanzando renombre incluso más allá de nuestras fronteras. Decía que le horrorizaba su agresiva y exitosa campaña en pos de desenmascarar todos los trucos del Estado, de las comunidades autónomas, de cualquier gobierno a cualquier nivel. Su voz temblaba (ya estaba muy mayor), pero se hacía más estentórea conforme cimentaba sus argumentos. Los invitados al programa no le interrumpían, algo que yo deseaba con todas mis fuerzas. Me lo imaginaba de pie, quijotesco, en amarillento pijama a rayas y pantuflas ante el vetusto teléfono de pared, sosteniendo una hoja temblorosa arrancada de uno de sus muchos cuadernos de notas, en los que solía apiñar, con letra pequeña y apretada, ideas de un cariz bastante onírico que a nadie interesaban. Tenía tantos que mi abuela, por tal de quitárselos de encima, durante una época me ha estado animando a llevármelos a casa por si podía sacar algo en claro para volcarlo en mis creaciones.

Yo, periodista free lance y escritor con obra por estructurar, como ya habrán adivinado a través de mi prosa, decidí aparcar en un pequeño solar abandonado para tratar de calmarme y asimilar tocas las cosas que decía mi abuelo con un tono cada vez más seguro, y sin que nadie tuviese el detalle de mandarlo a callar de una vez. Temblando, llegué a la conclusión de que querían hacer una pira con él como sacrificio ante un nuevo dios. Por un momento, tuve ante mí un primer plano de su rostro anguloso, casi transparente, en la televisión, tachado con un aspa rojo fuerte.

Transcribo algunas partes de su ingenua y delirante intervención, y resumo otras para así tratar de hacerles llegar la zozobra que experimenté: venía a decir el intelectual de la familia hasta mi aparición, que los acontecimientos le tenían sobresaltado, impidiéndole incluso conciliar el sueño. No creía para nada en la libertad real de individuo, y abominaba de ese dicho cristiano que sostiene aquello de que la verdad os hará libres, lo que sí hará es complicarnos la vida, afirmó, permitiéndose cierta jocosidad. Expuso su preocupación sobre ese repentino interés en descubrir toda la verdad sobre toda acción gubernativa, lo calificó de insensato y señaló sin ambages que los que mandan llevan el peso del mundo por nosotros. Explicó que las cortinas de humo habían existido desde siempre, aunque reconoció que bien es cierto que antes eran más lejanas; disimulaban lo que no debíamos conocer a nivel mundial o nacional de tal manera que ni nos dábamos cuenta. La verdad es que ahora las hay en cualquier sitio, y les da exactamente igual que las identifiquemos como tales, concedió. Vas a cualquier pueblo y la plaza está rodeada, casi siempre, por una cortina de humo agitada sin reservas por los hechos que esconde; todos miran, pero ya nadie pregunta nada. Silenciosa y tupida, de un gris lechoso que molesta un poco pero al que te acabas acostumbrando, roza los pies, produce leves cosquilleos, envuelve juguetona y las más de las veces termina entreteniendo que no veas.

Curiosa actitud, apunto yo, esa de acatar o incluso abrazar la cortina, mirándola con resignación aprobatoria. Acceder a mantener el estado de las cosas a fuerza de silencio y de hacer como que se desconoce la función real de esos acontecimientos gratuitos e inconexos que rodean y emborronan todo; y luego querer conocer hasta el último detalle de la vida de la gente, si es el lado malo mejor. Querer indagar en su sufrimiento, mirando la pantalla sin pestañear u observando al vecino enfermo o con problemas caminar con su desgracia a cuestas, reprochándole calladamente su discreción, deseando que se siente junto a nosotros y se abra hasta que su sangre llegue al final de la calle.

Dijo cosas de viejo, de otro tiempo; insoportablemente oscuras, desde luego: que si un día lo sabemos todo no lo podremos soportar y nos estallará la cabeza, que si nos han preparado siglo tras siglo, generación tras generación, para no querer ni saber mirar claramente la realidad, para no ir más allá de cualquier dulce quimera que hiciesen bailar ante nuestros ojos; tomándola equivocadamente como contraposición de lo cotidiano, esos pequeños problemas, reales o inventados, que, arguyó, eran como una sucesión de pequeñas cuerdas que van atando fuerte y en corto la vida y el pensamiento. Y blablablá.

Teorías conspirativas, opiniones dignas de una mente ya fatigada, tristemente limitada aunque voluntariosa y con evidentes muestras de chochez y elocuentes indicios de la enfermedad de Alzheimer. Finalmente, gracias al cielo, el locutor tuvo a bien detener ese mal rato para su familia y amigos, aunque él insistía en que lo llevaba todo anotado y le quedaba la mitad por decir. “Hasta aquí la opinión de Alfonso Ferrer”, anunció el locutor con voz cantarina. “No queremos ni necesitamos saber la verdad” le dio tiempo a gritar a mi abuelo antes de que la comunicación se cortase.


En fin, dos cosas abuelo: en primer lugar, estate tranquilo, todo sigue igual. Y en segundo, los cuadernos siguen en mi maletero.



Publicado en el nº 179 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a las cortinas de humo.

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