01 noviembre 2013

BENEFICIOS

Cuando Y se enteró del proyecto de X no daba crédito. Asomado a su balcón, con las manos fuertemente agarradas a la baranda, se dispuso a confirmar incrédulo lo que su mujer le había cotilleado por teléfono mientras trabajaba. La casita vieja de enfrente, la que tenía el patio interior grande con árboles, la que llevaba tantos años abandonada, la de la señora aquella cuyo hijo menor trabajaba en un puesto similar al suyo, estaba siendo demolida. La máquina entraba y salía entre una densa nube de polvo marrón; golpeando, rompiendo, recogiendo, cargando el escombro en camiones. Los operarios colocaban balizas, acordonaban el perímetro. Y estaba tenso,  presa de una indignación salvaje y secreta, de esas que no dejan de implosionar. Imprimía tal fuerza a la barandilla que sus manos palidecían antes de agarrotarse, doloridas. Entró en el saloncito y se sentó suspirando, su esposa pasó veloz a su lado y le recordó que se cortara las uñas.

Y se sintió a partir de entonces como si se hubiera tragado un yunque. El estómago le pesaba, le ardía. Todas las mañanas, al colgar su rebeca azul en la percha de su lugar de trabajo se notaba abatido, como cargando con una extraña sensación de pena que lentificaba sus movimientos. Había desaparecido la ilusión de salir pronto de la oficina, de llegar a buena hora a almorzar, de evitar el atasco. Y llevaba ya tiempo volviendo a casa caminando pensativo. Al introducir la llave en la puerta de su portal advertía la presencia babilónica del emergente edificio blanco, brillante, lechoso, inmaculado, moderno, arquitectónicamente austero, esencial, “heredero del funcionalismo”, como le había dicho el bocazas de su promotor, a quien desde aquel día evitó a toda costa.

Una vez en su casa, se repetía el mismo proceso de todos los días. Entraba silencioso, saludando sin excesivo entusiasmo; comido por la ansiedad, tratando de mostrar una indiferencia absoluta para con el edificio que le miraba tan fijamente. Se sentaba a la mesa dándole la espalda, en el lugar opuesto al que había ocupado los nueve años anteriores. Pero aún así sentía la mirada clavada en su nuca. Poco a poco se iba inflando. Lo veía venir y respiraba, tomando aire de otras conversaciones sin duda más importantes y provechosas, pero no lo conseguía. Una vez hinchado, a punto de reventar, necesitaba desahogarse, por lo que soltaba, con esforzado disimulo, la perorata de siempre. Que si las ventanas del bloque de X eran muy estrechas, que si habría que ver los permisos, que si la cosa tenía toda la pinta de ser el típico caso de corrupción de guante blanco, que si se trataba de una casa de muñecas, que si un pívot de baloncesto se compra un apartamento tendría que hacer lo propio con el de al lado para que le cupiera la otra pierna, etc. La familia asentía y reía sus ocurrencias, y él descansaba por fin.

La construcción del pequeño edificio que X se arriesgó a erigir en la antigua casa de sus padres se encontraba en su tramo final en los albores de la crisis. Como fuera que desde los medios gubernamentales la existencia de esta era negada por activa y por pasiva, y los del banco lo tranquilizaban todas las mañanas, decidió continuar. Una vez terminado la cosa no fue mal del todo, los pisitos se fueron vendiendo, también los trasteros de la planta baja, incluso el coqueto bajo comercial que se ofrecía. X se mudó a uno de los pequeños apartamentos, y al final solo le quedaba uno por vender que, ya con las crisis desenvolviéndose en todo su esplendor, quedó encallado con el cartel de “Se vende, único apartamento disponible”.

X alcanzó a pagar todos los gastos relativos a la construcción, permisos, e impuestos diversos. Según sus cuentas, más o menos, la venta del apartamento restante supondría su beneficio en la operación, descontando el que ya habitaba. La agente inmobiliaria aparecía de tarde en tarde con algún interesado, pero la cosa no marchaba. Todo había caído en un silencio pesado, en un murmullo lóbrego, en un desaliento paralizante. Algunas personas le preguntaban directamente por el precio, pero en las breves conversaciones siempre emergía rutilante la palabra crisis.

Y había cambiado físicamente durante ese año de dolor. Para soltar lastre le había dado por salir a correr por las noches, actividad que le había llevado a perder mucho peso, quedando reducido su habitual rostro blanquecino de eterno bebé mofletudo a algo entre anguloso y enjuto. Su calvicie galopaba, por lo que, con el consentimiento de su señora, decidió afeitarse la cabeza. Refugiado en la esquina de su balcón, con las manos soldadas a la baranda, ahora miraba con delectación todas las tardes el edificio de enfrente. Ya no le aguantaba la mirada, ni se atrevía a clavarle los ojos cuando comía o veía la televisión. Su sombra ya no era esa alargada silueta que se agitaba fantasmagórica en el techo de su habitación mientras trataba de dormir. Ahora era otro triste edificio blanco que amarilleaba con un patético cartel de “se vende” colgando de alguna parte. Una “colmenita funcional” -como él lo llamaba, buscando y encontrando las risas de aprobación de familiares y compañeros de trabajo-, que no había conseguido cumplir las ambiciosas expectativas de su dueño, alguien a todas luces temerario, inexperto en ese tipo de negocios, qué duda cabe.

X había bajado en dos ocasiones el precio del apartamento libre. La agencia inmobiliaria le había sugerido, y algunos posibles compradores exigido, ese gesto como la opción más sensata, teniendo en cuenta que la crisis ahondaba, el paro se incrementaba de manera espectacular y el consumo no levantaba cabeza. Sin embargo, tras esos dos ajustes, los interesados seguían sacando en sus encuentros con él a pasear la palabra crisis, ya convertida en religión, y pasaban a enumerar la cantidad de pisos más grandes que el suyo que se podían encontrar por la ciudad a un precio más económico, dónde va a parar, tenlo en cuenta.


Y había investigado. Había preguntado, calculado, olisqueado en internet hasta que una mañana sus piernas temblaron de emoción ante su descubrimiento. Parecía que se iba a producir una erupción debajo de su silla giratoria. Salió del trabajo con la rebequita azul a medio colocar y volvió a casa notando cómo el corazón golpeaba fuerte contra su pecho. Los latidos le ahogaban. Se sentía rejuvenecer. Tenía ganas de gritar. Aparcó y subió de dos en dos los escalones. Irrumpió en el saloncito y lo soltó sin tiempo para disimular: “He calculado que el precio que X consiga por el apartamento será más o menos su beneficio”. Desde entonces, paciente y satisfecho, cada pocos meses cruza la calle y se acerca, sonriendo y frotándose las manos, a preguntarle a X por el precio; ofreciéndole en cada ocasión una cantidad que lentamente va decreciendo, y acompañando con tragicómica mueca la palabra crisis.



Publicado en el nº 181 de la revista de humor on line "El Estafador", dedicado a los beneficios.

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